27 de enero de 2010
Palenque, mi primera vez
“¿Cómo puedes escribir de los mayas si no has ido a Yucatán?”. La pregunta de mi jefe tenía algo de reclamo y algo de ternura. Le había entregado un texto sobre los mayas y le había gustado. Pero su pregunta saltó cuando me miró tras sus lentes para confirmar que yo seguramente había estado en Palenque o Chichén Itzá, y como le dije que no...
“En diciembre te vas a Chiapas y Yucatán. Prepara tu ruta. Quiero que, por lo menos, visites Palenque, Uxmal y Chichén Itzá”, sentenció. Eran finales de junio y yo tenía 19 años. ¡Viajar sola por primera vez! ¡Al fin preparar maletas, cámara y, y...!
Manuel Zavala era mi editor en el portal de Artes e Historia. Era mi primer trabajo relacionado con la carrera que acababa de empezar en la Escuela de Carlos Septién. ¡Qué tiempos aquellos! Manuel es magro y casi perverso, tanto de forma como de fondo. Le tenía un respeto que rayaba en el miedo. Quizá no supo la trascendencia que su mandato tuvo en mi camino.
Creo que llegué a Palenque un 19 de diciembre. No estoy segura de la fecha. En cambio recuerdo muy bien que llegué cuando amanecía, luego de una noche en autobús desde la ciudad de México hasta la localidad chiapaneca. El turismo carretero puede parecerles incómodo a muchos, pero tiene grandes ventajas, sobre todo monetarias. Yo soy fan.
De camino al hotel me sorprendió un gallo quiquiriqueando a media calle, entre casitas endebles y el imponente olor de la selva que me llenó el alma mientras llegaba a la zona arqueológica.
En mi memoria, Palenque está resguardada por una hojita marchita que pendía de una telaraña en un gran árbol dorado. Giraba trémula y el rocío resplandecía por uno de sus lados. Y como sucede con una cámara cuando el lente cambia la profundidad del enfoque, de pronto mis ojos miraron lo que había detrás: el Templo de las Inscripciones.
Ignoro cómo los muros de Palenque han resistido la densa humedad de la selva. Esa mañana en Palenque, por donde no había goteras, había un musgo terso y verde. Aves y monos rasgaban una suave capa de neblina con sus exóticos diálogos. Surrealismo, pensé mientras caminaba entre los laberintos de piedra y escalones, entre verdes y más verdes, susurros de agua y rayos de luz.
Como viajé sola, no hubo nadie que captara mi cara de embobada. Pero sé que la tenía. Cruzaba los umbrales, me hacía chiquita para entrar a bóvedas húmedas y oscuras. Y apenas era el principio de la travesía por el sureste mexicano (continuará).
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